domingo, 4 de marzo de 2012

Las luces en el monte.

Me desperté de un golpe súbito aquella noche, llovía como era costumbre en aquellas fechas del año, en este aparentemente tranquilo pueblo de montaña, donde mis ancestros eligieron como su hogar y donde yo, estoy inevitablemente encadenado, un sudor frio recorría mi cuerpo, y me sentía afiebrado. Me levante de la cama para procurarme un jarro de agua fría que siempre solía llevar a mi buró para cuando lo sintiera necesario, la noche era tremendamente silenciosa, hasta los grillos que comúnmente cantan todo el tiempo guardaban un extraño luto musical, mi madre, aquella mujer de blancos rizos y de una superstición casi pagana, me había dicho que, es cuando se calla la noche que los espíritus rondan las casas de los vivos para ver a quien se llevan. Supersticiones sin duda-pensé. Después de todo mi carrera médica me había llevado a pensar que todo aquello que no se sustentara en las leyes vivientes y pulsátiles era una total falacia producto de mentes ignorantes y de prejuicios irrevocables. Fue así que me acerque a la ventana, la casa en otros tiempos que fuere de mi padre, esa casa tan grande y vieja repleta de recuerdos y pinturas de artistas no reconocidos, de vigas, cal y mortero, se alza hasta hoy en día y para las próximas generaciones en el ultimo lote dado por el gobierno en aquellos días del mil ochocientos y pico, con una bonita vista a los volcanes. Incluidos en la escena estaban los oscuros montes que bordean la melancólica escena del amor perdido y la guardia eterna. El patio, extenso aun a pesar de tantas reformas y prediales, se extendía a lo largo de unos 90 metros hasta la verja de madera vieja y despintada de blanco. - Tantas cosas pasan, pero los recuerdos persisten- me dije a mi mismo, casi en un murmullo. Mis perros comenzaron ladrar, es decir, no son un montón de salvajetes que ladran por cualquier lechero, hacía falta más para atemorizar a tan fieles mastines y al viejo “ruso” un husky siberiano seguramente mitad dinosaurio, ladraban a la negrura, lejos, hacia el monte, hacia las barrancas y cañadas, a los ríos silenciosos y sus cavernas de amplias cúpulas en las que reverberarían las vibraciones en tonos incomprensibles para nosotros los mortales, despertando conciencias de los bosques que en otrora al hombre hicieran compañía, ahora demasiado viejas, a lo tanto incomprensibles. El viejo “ruso” ladraba a pesar de sus años, con fiereza, yo no alcanzaba a ver mucho más allá de la verja que ya de por si era baste difícil de distinguir en la noche, en aquella noche de llovizna fina, era prácticamente invisible a mis ya débiles ojos. Decidí bajar a la puerta del patio quizá desde ahí tuviera una mejor perspectiva de lo que pasaba, quizá algún ladronzuelo aprovechado del manto de tezcatlipoca decidiera robar alguno de mis caballos, o simplemente un vagabundo buscando un refugio y paja caliente para pasar la gélida nocturna. Tome mi escopeta, mi machete y baje las escaleras rodeado de una sinfonía de rechinidos, ya abajo me dirigí a la puerta de la cocina que daba justo al patio donde tenía mis perros y el paso al establo, abrí la puerta decidido, me quede un rato así, frente a la oscuridad envoltoria y mortuoria como dentro de un ataúd. El retumbo lejano de un rayo me despertó de mis cavilaciones, solo escuchaba el fino golpear de la lluvia contra la tierra con ternura, tanto que me parecía escuchar la tierra gritar a través de todas esas voces con un jubilo esplendido, como un esclavo en pascua liberado, a esto me di cuenta pues los ladridos habían cesado y los perros se me habían agolpado en los pies como asustados, podía ver cómo me miraban buscando consuelo y de repente en un instante echándole una mirada recelosa a las sombras de los montes como si no se fiaran ya de sí mismos. Bueno, no pasa nada si duermen un día adentro, además está lloviendo. Me quite del medio para dejarlos pasar y estos entraron en carrera a sentarse cerca de la rara chimenea que mi padre había hecho instalar en su sala de trofeos, las cenizas seguían calientes, me quede mirando las brazas un momento, parado desde la puerta abierta del patio, aquellas brazas moribundas que sin querer hablaban de un estado mejor y me reconfortaban el ánimo.
Me disponía a cerrar la puerta y atrancarla con la aldaba, pero lo que en un principio yo creí que era la luz de las brazas fijada aun en mis ojos, revoloteaba allá lejos en los cerros y sus abruptos, salvajes paisajes, parpadee como para aclararme los ojos, pero las luces no se iban, sí no, que se quedaron ahí en la punta del monte con un ligero temblor como el de un ojo que bulle de coraje, no pude, no quería cerrar la puerta, yo las miraba fijo. Los fuegos fatuos de los que me había explicado mi padre eran gases que se elevaban e incendiaban en las zonas donde se empantanaba el agua y la lluvia no hacía más que reforzar mi hipótesis, sin embargo mi madre, mi madre hablaba de duendes y otras perversiones del diablo que habitaban en los montes por las noches para engañar a los viajeros o a los arrieros que regresaban de muy lejos con su rebaño y los fuegos fatuos no eran la excepción. El frio me caló los huesos y me disponía nuevamente a cerrar la puerta cuando lo vi moverse al cerro vecino, como si saltara, en seguida le siguió otra que chocó contra el primero estallando en decenas de pequeños fuegos que bailaban en la cima penumbrosa como en un terrible aquelarre, los fuegos saltaban de punta en punta en todos los cerros alrededor del volcán, danzaban y daban de vueltas en las negras cumbres boscosas de vez en cuando sazonada por los truenos lejanos. Mi mente se negaba a creer lo que veía, sin embargo así lo estaba viendo y mi escéptico cerebro se negaba a toda costa rayando en los límites de la cordura, en la razón que un hombre tan ínfimo como yo puede albergar en el pequeño cosmos de su mente. Las luces se quedaron así, danzando, yo fascinado no podía quitarles la vista y seguía sus movimientos con la cabeza, fue en estos mantras cuando comencé a escucharlas, primero como un susurro apenas audible en el fondo de mi cabeza y después como un cantico dantesco que se reproducía en mi boca sin control alguno, los perros se levantaron y gruñeron a mis espaldas, pero yo seguía cantando, puedo recordarlo, pero no podía controlarlo, mi lengua se movía frenética diciendo terribles arcanos y prohibidos salmos que culminaron con el aullido estremecedor de mis perros. Después de eso no recuerdo nada hasta el día siguiente en el que me desperté en el medio de las sombras del bosque, al abrigo de un sauce a las orillas del riachuelo que baja de la volcana, me encontraba empapado en sangre, como borracho, lleno de raspones y de hendiduras en la piel, me dolían las muelas y sentía como descoyuntada la mandíbula. Regrese a mi casa, en todo el camino de vuelta no pude encontrar en mi mente un resquicio de lo sucedido aquella noche después de haber escuchado los cantos, cuando llegue al rancho pude ver el enorme charco de sangre en el patio y la ausencia de mis perros se hacía evidente, jamás volví a verlos, aun hoy después de tanto tiempo y de tantas cosas atroces me pregunto que habrá pasado con ellos, o lo que quedo de ellos.
Para mi desgracia estos eventos se repitieron durante tres meses, siempre en luna nueva y comenzando con el temible susurro de lo hondo de mi mente para terminar en algún claro del bosque con el dolor de muelas y manchado en sangre, los vecinos comenzaron a hablar sobre un coyote que les mataba sus animales y no hizo falta el que habló sobre un nahual que le robaba la sangre a su hija recién nacida y a la que su madre colocaba toda clase de enceres como tijeras de plata y ojos de venado, aun así, en mi mente que luchaba por la racionalidad siempre se encendía una fugaz luz con terribles pensamientos sobre una probabilidad en la que yo realizaba tan malignos actos bajo el amparo de la noche sin luna. Hable con muchas personas y cada vez que encontraba a alguien que me embebía mas en el caló del ocultismo, me convencía a mi mismo que quizá yo era la victima de un terrible encantamiento y estaba siendo forzado a realizar actos contra mi voluntad. Un hombre de nombre náhuatl que por alguna razón no puedo recordar me conto una vieja historia en la cual los espíritus se adueñaban de la voluntad de un hombre y lo hacían cometer hurtos y asesinatos para sus ocultos designios ya hacía años interrumpidos por los aceros Españoles. Me dijo que la noche en que las luces regresaran cargara un cuchillo de plata y lo lanzara al suelo para espantarlos del lugar, inmediatamente después debería dibujar un gran círculo con el mismo acero para mantenerme fuera del alcance de sus terribles voces.
Y, así lo hice la siguiente noche de luna nueva. Esa noche de octubre llovía, lo cual era de por si cosa extraña para la época y espere rodeado de la negrura inexplicable percibiendo los sonidos de la noche insondable, hacia media noche podía escuchar los susurros que nuevamente venían a mi del silencio al escandaloso griterío que soltaba mi lengua, no pude contenerme y lance el cuchillo demasiado tarde, la hoja se enterró firme en la tierra húmeda y un desgarrador grito corrió por los valles retumbando en las rocas y los arboles, las luces en el monte se dispersaron en un caos indescriptible, lo había logrado, casi, pero mi duda me había traído una maldición peor, me di cuenta entonces que aquellos seres me cambiaban, y ya sin su magia que influenciara sobre mi materia esta se había quedado inconclusa, como un muñeco mal moldeado con las patas a medias pesuñas como las de un perro y un becerro, la cara, ¡oh! mi pobre rostro tan desfigurado ahora por las maldiciones de otros tiempos, la animalidad que ahora había en él y las terribles muelas sobresaliendo en la mejilla. Me oculte en la casa de mi padre por los meses hasta poder hacer contacto con alguien que fuese de mi entera confianza. Aun puedo pronunciar un juramento ahora que hay hombres que me sirven y la esperanza no parece haberse desaparecido del todo, no descansaré hasta recuperar mi cuerpo, mi preciada forma y mi vida, no descansaré hasta develar esos arcanos terribles que se rigen bajo extrañas y retorcidas ordenanzas que no hacen caso de las pobres y simplonas leyes que los hombres creemos dominar. El cosmos y sus dominios, esos secretos que se encuentran incognitos para los mortales, eso son, los secretos de las luces en el monte.

Manuel Almava