lunes, 24 de mayo de 2010

La estatuilla

Fue entonces cuando la vi, aquella figurilla de barro negro en medio de la exposición de arte indígena en el patio principal del edificio de Etnohistoria en la facultad. El moldeado era algo burdo pero los detalles principales eran tan horribles como aquellos que mi hermano me había descrito hacia tantos años; incluso la mirada lúcida y protuberante llena de odio inteligente y racional era palpable. Recordé la primera vez que Luciano me contó sobre ello, los macabros aunque vagos detalles y lo grotesco de la descripción de las víctimas. Incluso escribió un cuento o dos sobre esa criatura que a la larga nos marcaría a los dos. La primera referencia es de sobra conocida y cualquiera que lo deseé puede ir a verla con más detalle del que soy capaz de describir. Si la memoria no me falla esta en el segundo libro, foja 731 de la compilación del códice Fontana de Velázquez. Es lo más cercano a un bestiario que nos ha llegado del mundo prehispánico y esa única copia, la última vez que la vi, estaba en una de las innumerables cajas sin clasificar del Archivo General de la Nación. Si no han hecho inventario y reacomodado las estanterías la temible representación estará todavía allí.
Bien, mas allá de eso no hay mucha mas información sobre que o a quién representa y los vagos intentos de grandes figuras como Bonfil Batalla o León-Portilla por averiguarlo o bien han terminado en rotundos fracasos o en salidas fáciles como la de éste último al declarar a la cosa como una extraña mutación de un dios murciélago sureño. Ya sabemos que no lo es, o al menos mi hermano lo sabía.

El primer cuento que él escribió aunque da un primer acercamiento, es vago y se dispersa tras un velo de estilo mal ejecutado, pero si quieren formar su propia opinión son libres de leerlo; a fin de cuentas fue un gran éxito editorial y su compilación ganó algún reconocimiento. Ahora, antes de que lo escribiera, yo no sabía nada de esta aparición sobre-real, aunque entonces era un ávido lector de oscuros desvaríos y pesadillas diurnas, si bien estaba mas interesado en el folklor germánico y celta; además, me pesa admitirlo sentía cierto desdén hacia las tradiciones mas locales. Mi hermano, por el contrario, era un nacionalista un tanto anárquico si se quiere, pero a fin de cuentas amaba hurgar en los recónditos y olvidados pasados de nuestra historia; era un ferviente, yo diría obsesivo, lector de relatos magullados por el tiempo y cuya transmisión de boca en boca dejaba poco espacio para la conservación. Sabía incluso más que la gran mayoría de estudiantes de posgrado de antropología u lingüística antigua y si no hubiera sido por su tez blanca y su barba rala, podría haber pasado por uno de los sacerdotes extáticos que poblaban las reconstrucciones televisivas a las que era tan aficionado. Sabía poesía en idiomas viejos y guturales, recitaba épicas como los mismos reyes texcocanos e incluso algunos de los “profesionales” en el tema le pedían consejo, aunque después no quisieran admitirlo. Era toda una eminencia y aunque amaba las letras de nuestros ancestros había decidido estudiar alguna tontería de medicina apócrifa. Su padre estuvo muy contento, claro, ya que le podría heredar el viejo consultorio e incluso algunos de sus más nuevos pacientes. Yo, sin embargo me extrañé que se desviara tanto de una pasión que había mostrado desde pequeño, al menos desde que lo conocía.
Como supondrán a estas alturas, Luciano no era mi hermano de sangre, era más bien lo que la filósofa Caroline Walker definía como “hermano natural”; en pocas palabras era él quien debió de ser mi hermano, mas cuando nos conocimos de muy jóvenes supimos que así nos consideraríamos.
En fin, incluso él, un sabio de su categoría ignoraba tanto como los demás sobre la extraña criatura del códice hasta que un día, una de sus amigas de la facultad le contó una historia sobre un raro animal que había atacado y despedazado a su viejo perro. Tal anécdota debió impresionarlo, ya que después de ello se puso a escribir el cuento que ya he mencionado.
Siguiendo su naturaleza obsesiva, encontró en aquel suceso una excusa o una oportunidad, no lo sé, para dejar salir su verdadera naturaleza inquisitiva. Revisó su gran biblioteca en busca de algo que le indicará el camino, alguna pista para saber si era buena idea siquiera empezar a recorrerlo; encontró vagas referencias y dudosas interpretaciones en la más oscura e ignorada poesía de los tiempos anteriores al terrible sometimiento extranjero, enunciados crípticos que bien podían hacer eco a una rata gigante o aun coyote feroz, nada que valiera la pena. Entonces, en un giro que reveló al viejo Luciano debajo de aquella bata blanca, tomó su dinero ahorrado para los instrumentos de su último semestre y solo con una burda maleta se marchó hacia el sudeste del país sin decirle a nadie excepto a mí.
No podría asegurarlo, pero creí entrever en sus ojos, aquel día, el primer atisbo de lo que vendría después.
Para ese entonces había escrito un montón de cuentos y antes de partir me pidió que tratará de hacer que se los publicaran. Bien, como ya dije, aparecieron al verano siguiente con el nombre de “El piso de cristal” y fueron un gran éxito. Antes de eso, varias semanas de hecho, había ido a visitar el códice en el AGN y fue allí donde encontró su primera pista sobre donde empezar a buscar a la misteriosa y elusiva bestia. El cómo se enteró de la existencia de aquella representación, me temo que yo fui el culpable de proporcionarle todos los datos, aunque si sirve de justificación diré que en ese momento creía estar haciéndole un favor, viéndolo tan entusiasmado como cuando hacía sus primeras incursiones con las mujeres.

Solo después de que tomó el primero de muchos autobuses y se perdió en el sofocante sol que inundaba la carretera, caí en la cuenta de que no tenía ni idea de cómo comunicarme con él; sabía que estaría en primer lugar en la zona de Ya’axkan, que era el lugar más mencionado en el códice, pero después de aquel lugar no me había comentado ninguno de sus siguientes pasos (seguramente porque no los sabía ni él mismo).

Aquellos fueron días difíciles para mí, que sin la compañía de mi viejo acompañante y consejero me sentía perdido y desvalido; teníamos amigos comunes pero no me sorprendió que al enterarse de su partida inventaran excusas bobas para evitar hacerme compañía. Bueno, de todas maneras las aventuras que tuve en esos meses no fueron gran cosa y si acaso he de resaltar algo es la prolijidad de mujeres que dejé escapar por varios razones que no he vienen al caso.
Tras seis meses empezaba a adaptarme e incluso conocí a un par de buenos tipos y a una bella dama que por instantes hacía que olvidara mi semblante triste y acartonado, podía decir que en general todo iba marchando si bien no de maravilla al menos no me sentía tan inconsolable como antes y mi propia carrera iba progresando con la venta de algunos cuentos a una pequeña editorial y la librería, ese sueño que había estado proyectando se tornaba en realidad. Mi hermana, ésta si de sangre, había tenido a su primer hijo y si bien esto último no viene mucho al caso, es una muestra del ambiente que me rodeaba por aquellos días de transición.

Fue entonces cuando llegó la primera carta desde el sur.

No era muy larga y a grandes rasgos solo decía que las indagaciones entre los locales eran recibidas con frío recelo e incluso creía entrever un dejo de miedo en sus rostros dorados por el sol; también decía que se internaría aún más hacia el sur y que si todo salía bien regresaría a pasar la Navidad. Por último me pidió que no le escribiera, él lo haría después, recalcaba.

Después de eso, al menos fue la certeza de que todo iba bien lo que me permitió seguir con mi aún nueva felicidad. Las cosas siguieron su curso normal hasta que, un año después de la carta, en un tiempo en que yo mismo estaba por tener un hijo, Luciano me llamó y entre cacofonías y desvaríos logré entender que “lo había conseguido”.
“Que has conseguido”-le pregunté.
“Tengo uno”-fue su única respuesta antes de colgar.
Al día siguiente me llegó otra carta más extensa aunque en su mayoría incomprensible, en la que me hablaba de un paquete que en el transcurso de unas tres semanas debería estar llegando a mi dirección; también aquí hablaba sobre “tener algo”, sobre una feroz lucha y varias pérdidas humanas. No sabía que pensar de todo aquello, o, si lo sabía (y en el fondo creo que si) no quería que subiera a la superficie de mi conciencia. Nunca tan poco tiempo se me había hecho tan largo, los días se arrastraban como las cansadas piernas de los ancianos y la sensación que emanaba de mi era tan irritable para con Clara, mi esposa, que decidí marcharme a la vieja casa de mi madre durante el tiempo que restaba.
Se que no es momento para mencionar el doloroso recuerdo que la vista del segundo piso inconcluso y los viejos muebles despertaron en mi ya sensible ánimo, incluso creo recordar que lloré como un niño, tendido en medio de la sala mientras contemplaba los estantes que hacía años habían estado rebosantes de libros y películas; la vieja mecedora seguía allí, igual de rota y peligrosa, justo como aquel día en que por un descuido terminé patas arriba.
La mayoría de esos dieciséis días me la pasé limpiando y tratando de darle un aspecto habitable a la pequeña casa de mi infancia, me entretuve a tal grado que cuando Clara me llamó por teléfono y mencionó la llegada del paquete, por un instante no supe de que hablaba.
“Si, es un paquete muy grande que apesta. Lo manda un tal Luciano.” – me dijo con su voz cristalina y un tanto irritada.
No se que presentimiento tuve al escuchar el timbre de mi mujer pero antes de que supiera que hacía, salí disparado hacia donde ella no sin antes decirle que no abriera aquella cosa. Al llegar me sorprendió su tamaño, era por lo menos un metro mas alta que yo y tan larga como un auto pequeño; pero aunque ya estaba advertido por mi mujer del olor, éste iba mucho mas allá de todo lo que mi imaginación olfativa pudiese crear. Parado enfrente de la gran caja, recordé un relato que había leído varios años atrás: una tripulación quedaba atrapada en una isla en donde siglos atrás un barco había naufragado. El protagonista, un intelectual algo cursi repetía varias veces en su diario la sensación de estar atrapado, envuelto en un olor extraño y acre, repulsivo y –en sus palabras- tangible. Lo llamaba “olor de Aranda” en honor del capitán del primer naufragio. Con esas mismas palabras podría describir el hedor de lo que fuese que estuviera dentro de la enorme caja, porque para entonces estaba seguro que había algo dentro.
Estuve observando un rato lo que no podía dejar de considerar como un enorme ataúd, siguiendo sus contornos con lentitud mas con la precaución de no tocarlo, después de todo si algo me ponía enfermo con solo olerlo, no quería ni imaginarme que podría hacerme su contacto. Fue en la segunda vuelta que me di cuenta de que algo estaba pegado en el costado derecho, era un sobre adherido con tanta cinta adhesiva que a la luz del atardecer parecía el capullo gigante de algún insecto descomunal; no fue una visión agradable, ya que me resistía a retirarlo. De no ser por los vecinos molestos por el olor, me habría quedado allí, observando aquella monstruosidad viscosa con la esperanza de ver emerger alguna larva grotesca.

Dentro del sobre había, por supuesto, una carta de mi hermano, aunque mucho mas larga y confusa que las dos anteriores. Conforme la iba leyendo mis ojos se abrían más y más y debí mostrar un semblante tan desencajado que cuando terminé, varios de los vecinos me sujetaban y trataban de calmarme. No podía creer lo que estaba plasmado en aquellas hojas amarillentas y sucias y, para asegurarme, con una fuerza solo otorgada por la psicosis me liberé de aquella sujeción y levanté la última hoja de las hojas que regadas en el piso, se dispersaban con la leve brisa de finales del verano. Solo leí los últimos párrafos y, de nuevo, las últimas líneas:






“…no me siento culpable a pesar de tantas muertes que ha ocasionado
mi falta de control hacia una obsesión que no me ha dejado mas que
una salida para terminar con esta cosa que juré encontrar y clasificar.
No es que me regocije con esta única opción pero el Ixhtán’Y solo pue-
de ser detenido si aquel que lo despertó decide, por voluntad propia,
ocupar el lugar de las víctimas que su ansia incontenible le
exige para seguir viviendo.
Pido perdón por haberte enviado algo tan grotesco y no te culpa-
ré si te deshaces de la última muestra de mi falta total de tacto.
Pero, si quieres conservar a tan espléndido ejemplar, tienes que
seguir con la mayor obediencia estas instrucciones…”


No pude seguir leyendo.
En medio del llanto, más de ira que de tristeza, corrí a la parte trasera de la casa y entré al pequeño cobertizo, que en un principio había sido concebido como hogar para un hipotético can, pero al ser Clara alérgica a ellos había decidido convertirlo en un micro-almacén, saqué los cubos de aluminio con thiner y alcohol industrial y regresé a donde estaba aquella atrocidad casi sin sentir el peso que, en otra circunstancia me habría arrancado los brazos. Sin pensarlo dos veces, rocié el combustible sobre el inmenso ataúd y le arroje el zippo que había recibido como irónico regalo.

Fue como la pira que Alejandro le dedicó a su favorito, o, al menos, eso hubiera dicho si el dolor no me hubiera estado consumiendo.





Malberth.

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