viernes, 31 de julio de 2009

Cuenta Atras

La noche era fría, el piso estaba tan mojado que era muy difícil caminar sin dar traspiés, y los vendedores de café hacía horas que se habían retirado de sus lugares acostumbrados. La gente cada vez era mas escasa y los automóviles mas numerosos. Las calles estaban iluminadas por tenues y chocantes luminarias de una temporada ajena y distante. En el aire se mezclaban los olores típicos de los callejones, olores acres, viciosos, enajenantes. Una puta en una esquina, gorda y asquerosa, esperando unos clientes que hacía mucho habían dejado de ir; un policía coqueteando con una ramera travesti; un asalto a unos cuantos pasos , se oyen las balas, lo gritos, llega el olor de la sangre y de los esfínteres liberados de su presión; un vagabundo inconsciente en el piso, cubierto de sucios y malolientes pedazos de trapo, habla en sueños, murmura recuerdos de su vida antes de que recurriera a la basura, una lágrima corre por su mejilla; un par de compadres ebrios saliendo de una cantina, cantando absurdas versiones propias de absurdas canciones registradas. Todo captado en un instante. Y olvidado al siguiente. El hombre gira la cabeza, buscando, interrogando la oscuridad de las sombras. Contempla la niebla que se eleva, gris, podrida, y apresura el paso. No quiere que lo encuentren en la oscuridad.

Al fin llega. El lugar acostumbrado, sigue allí, insensible y eterno, contemplando el transcurso de los días y gozando el avance de las noches. Vapores insanos brotan de su interior, hieden a decadencia, a desesperación, resignación y dolor. Traspasa el umbral y encuentra todo tal como lo dejo la noche anterior. Las mismas putas ofreciéndose de mesa en mesa, caminando entre los parroquianos, anotando sus pedidos y recibiendo propinas en sus abundantes carnes; las mismas actrices desnudas sobre el escenario, besándose, acariciándose, gozándose mutuamente; los mismos panzones en traje babeando, gritando obscenidades, pellizcando una nalga, un seno, gastándose un sueldo que desearan haber conservado cuando llegue la hora de pagar la tarjeta de crédito; los mismos púberes con credenciales falsas o robadas, con la misma actitud que los viejos, con las mismas ganas de saciarse, pero sin dinero para hacerlo. Como todas las veces anteriores se pregunta porque escogió ese lugar como destino ultimo en las noches. Busca una mesa vacía. No la encuentra. Se dirige a la barra. Pone atención a la melodía que llena el lugar, música vulgar y corriente, piensa. Pide una cerveza pero no la bebe, la toma, la contempla con ojos cansados y enrojecidos. Como una rutina arraigada e imposible de evitar, se lleva la mano al cuello y debajo de su camisa saca un collar de cuentas y juguetea con ellas con sus dedos pálidos. Se ríe de si mismo y prende un cigarrillo.

Y como todas las veces anteriores, logra recordar la causa de su constante asistencia a ese lugar.

Ella.

Gira la cabeza y una sombra oscurece su mirada. No esta allí. No todavía.

***

Al salir de la escuela, la noche ya estaba apoderándose del firmamento, reflejos agonizantes de una estrella que se niega a morir todavía son visibles entre las espesas y grises nubes de lluvia que se alzan como imponentes gigantes desde las alturas. Camina con cuidado titiritando de frío, cruzando los brazos firmemente sobre el pecho y maldiciendo la desidia con que rechazó el vestirse una chamarra en la mañana.

-Puta madre – repite una y otra vez. Gruesas gotas empiezan a caer, la gente corre desesperada en busca de refugio, la histeria de mantenerse seco es una obsesión que él no comprende, idiotas los llama, engendros atados a lo que sea que se aferren. La lluvia arrecia y en unos segundos se encuentra solo cruzando paso a paso el largo puente que se alza sobre un inerte rio de metal y toxicidad, contemplando la ciudad que esta por renacer y deleitándose con la imagen de verla derruida, consumida por el fuego. Así no importaría ya nada, dice en voz alta y sigue su camino hacia donde sus pasos lo lleven.

La mujer de los mechones azules le llamo la atención al solo mirarla. Delgada, demasiado para su gusto, sin senos y una tez olivácea, tostada por el sol. Solo había dos razones para que alguien tuviera ese color, pensaba. Ser un idiota que pasa sus días en la playa, o alguien que camina mucho. Como siempre, solo fijó su mirada con curiosidad y la retiró cuando su presencia fue advertida. No contacto visual, era su filosofía para no ser notado y así eludir el inevitable carácter que se escondía detrás de esas macilentas facciones. Un invisible verdugo que él mismo llamaba maligno. Aunque no podía decir que era.

Aun con todas las precauciones, los ojos marrón y la sonrisa desdeñosa de esa mujer fueron demasiado para él, aquel a quien llamaban el Hombre sin valor, y cuando vio su silueta avanzar, sus miembros se congelaron y la llamada imperiosa de su conciencia para que corriera fueron ignoradas.

Se detuvo frente a él y la primera parte de la sentencia comenzó. Así comenzó su trato con la mujer de los mechones azules.

Con el paso de los días se iban haciendo mas cercanos, la mano de ella cada vez se acercaba mas a la suya, sus ojos se encontraban mas seguido y el silencio dejaba de ser incomodo para dar paso a una contemplación inerme, constante, de dos almas agradecidas de encontrarse juntas. Los pequeños momentos, simples, cotidianos e invaluables se acumulaban, lenta pero constante se iba formando una red minúscula que unía a ambos en todo momento. Había no obstante, un vacio, un espacio aislado y lejano que ella no era capaz de penetrar, una parte oculta que ansiaba entender y así, de una vez por todas, formar un solo ser. Era ese extraño collar que él siempre traía consigo y que cuando creía que no lo miraba, acariciaba con los dedos y esbozaba una tenue sonrisa. Al principio ella creía que era poco estético, grande y estorboso. Pero mas seguido se encontraba mirándolo mientras él lo tomaba entre sus dedos y sonreía sin darse cuenta.

Una tarde después de dejar un bar, sintiendo el cosquilleo en la punta de los dedos y con la percepción alejada de su cuerpo, como si ella misma se viera a través de una nube translucida, le preguntó el origen de su peculiar adorno.

-Es un recuerdo familiar.- le contesto el hombre sin valor, con una voz más grave y unos ojos terribles y amenazantes. Como los de una fiera acorralada, se diría ella después.

Asustada por su reacción instintiva ella decidió dejar de lado el asunto, esperando que fuese la cerveza la que hablaba.

Después de eso, las cosas cambiaron tan rápido y tan extraño que no sabia que era exactamente lo que había cambiado. El silencio estrechaba su espacio con más fuerza y las miradas solo querían alejarse y sumirse en la profunda oscuridad del pensamiento. Los días se hacían largos y las conversaciones terminaban rápido. Cada vez se veían menos y los saludos eran helados; una roca transmitiría mas emociones, se decía ella a menudo. Pensaba en él pero además, y esto era lo que en verdad le preocupaba, seguía pensando en el collar, en las cuentas brillantes y casi palpitantes que emitían una débil voz que se elevaba hasta la desesperación de la locura. O de la necesidad.

-No puedo mas, hombre. Te quiero pero ya no hay ningún contacto. No hablas. ¡Háblame te digo!, pero santo cielo, no hay forma, no hablas.- le dijo al Hombre sin valor, pero sus ojos no estaban interesados en los suyos. Estaban fijos en el collar. Eso fue algo que no paso desapercibido para él.

-No se trata de ti. Es otra cosa.

Se levantó y se fue. Enojada porque sus mirada la había traicionado y triste por no tener el collar todavía.

Sentado en una banca veía la lluvia caer delante de la sombrilla que lo cubría. Todos corrían para protegerse. Alcanzó a verla alejándose, corriendo igual que los demás. Si hubiera tenido buen trasero la habría mirado una última vez.

-Lo siento. – dirigió su mirada al cielo y dejó que las gotas corrieran por su rostro. Agradeció la lluvia. Ocultarían sus lágrimas.

***

Una voz llama su atención y desvía la mirada del fondo la botella vacía que contemplaba con reverencia. Sin darse cuenta, toma el collar entre su mano derecha a y asustado cree que el momento ha llegado. Finalmente lo ha encontrado. Pero no, es solo un vago que jala su manga con impaciencia y le grita sandeces acerca de su miseria y lo falto que esta de caridad. Él lo despide con un movimiento de brazo y, aliviado, se limpia las gotas de sudor que en pocos segundos empaparon su frente.

Se acerca a una de las putas que están cerca y sin ninguna palabra de por medio se dirigen a la zona del segundo piso donde están los cuartuchos hediondos que llaman “habitaciones privadas”. Esta vez es la numero 6.

Regresa al bar con la entrepierna aun palpitándole y con el sudor cubriéndole la frente y el pecho. Su cerveza ya no esta. Pide un vaso de tequila, y con la mirada perdida en algún punto detrás del barman, se lo bebe de inmediato. Sonríe. Otro más. La noche es larga.

Tarareando fragmentos de canciones que recuerda al azar, sale del desdichado bar y atraviesa las calles vacías. Disfruta del aire limpio de gente, de estúpidas risas y discusiones sin sentido, se complace aun más con el silencio y la calma de una noche tranquila y lluviosa. Sigue el camino que tantas veces ha recorrido y en la fragancia de la embriaguez olvida mirar los rescoldos oscuros que son la antro de las abominaciones de la noche.

En su collar, que cuelga sin cuidado de su camisa desabotonada, brillan con fulgor propio las cuentas que al compas de sus torpes pasos van y vienen sobre su pecho. La última ya ha sido añadida y el límite ha sido alcanzado. Nuestro hombre sin valor no advierte que una figura oscura sigue sus pasos, un hombre alto, con sombrero y bastón decimonónicos sonríe entre dientes mientras su canturreo se pierde en la distancia.

M.H.

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